Jornal da Tarde, 16 de agosto de 2001
06 de marzo del 2022. El Conservador CR. Las mujeres siempre fueron explotadas por los hombres. Si hay una verdad que nadie pone en duda, es esa. De los solemnes auditorios de Oxford al programa de Faustão*, del
Collège de France a la Banda de Ipanema, el mundo reafirma esa certeza, tal vez la más incuestionada que haya pasado por el cerebro humano, si es que realmente pasó por allá y no salió directo de los úteros para las tesis académicas.
No deseando oponerme a tan augusta unanimidad, me propongo enumerar aquí algunos hechos que pueden reforzar, en los creyentes de todos los sexos existentes y por inventar, su sentimiento de odio al macho heterosexual adulto, ese tipo execrable que ningún sujeto que haya acontecido la desventura de nacer en el sexo masculino quiere ser cuando crezca.
Nuestro relato comienza en los albores de los tiempos, en algún momento impreciso entre Neanderthal y Cro-Magnon. En esas eras sombrías, comenzó la explotación de la mujer. Eran tiempos duros. Viviendo en madrigueras, las comunidades humanas eran constantemente asoladas por ataques de fieras. Los machos, aprovechándose de sus prerrogativas de clase dominante, luego trataron de asegurarse para sí los lugares más confortables y seguros del orden social: se quedaban en el interior de las cavernas, los desvergonzados, haciendo comida para los bebés y peinándose, mientras las pobres hembras, armadas tan solo con garrotes, salían para enfrentar leones y osos.
Cuando la economía de recolecta fue substituida por la agricultura y la ganadería, nuevamente los hombres volvieron a hacerse los muy inteligentes, atribuyendo a las mujeres las tareas más pesadas, como la de cargar las piedras, domar los caballos, abrir surcos en la tierra con el arado, en cuanto ellos, los holgazanes, se quedaban en casa pintando ollas y jugando a la casita. Cosa repugnante.
Cuando los grandes imperios de la Antigüedad se disolvieron, cediendo lugar a los feudos perpetuamente en guerra unos con los otros, estos luego constituyeron sus ejércitos particulares, formados enteramente de mujeres, mientras los hombres se abrigaban en los castillos y allí se quedaban en las buenas, gustando de los poemas que las guerreras, en los intervalos de los combates, componían en alabanza de sus encantos varoniles.
Cuando alguien tuvo la extravagante idea de cristianizar el mundo, por lo tanto, haciéndose necesario enviar misioneros a todas partes, donde se arriesgaban a ser empalados por los infieles, apuñalados por salteadores de caminos, o trucidados por el auditorio hastiado con sus sermones, fue nuevamente sobre las mujeres que recayó el pesado encargo, mientras los machos se quedaban maquiavélicamente haciendo novenas ante los altares domésticos.
Idéntica explotación sufrieron las infelices por ocasión de las cruzadas, donde, armadas de pesadísimas armaduras, atravesaron los desiertos para ser pasadas por el filo de la espada por los moros (o antes, por las moras, ya que el machismo de los secuaces de Mahoma no era menor que el nuestro). Y las grandes navegaciones, pues! En demanda de oro y diamantes para adornar los ociosos machos, bravas navegantes atravesaron los siete mares y daban combate a feroces indígenas que, cuando las comían, era — puerca miseria! — en el sentido estrictamente gastronómico de la palabra.
Finalmente, cuando el Estado moderno instituyó el reclutamiento militar obligatorio, fue de mujeres que se formaron los ejércitos estatales, con pena de guillotina para las fugitivas y recalcitrantes, todo para que los hombres pudiesen quedarse en casa leyendo La Princesa de Clèves**.
Hace milenios, en suma, las mujeres mueren en los campos de batalla, cargan piedras, yerguen edificios, luchan con las fieras, atraviesan desiertos, mares y florestas, sacrificando todo por nosotros, los ociosos machos, a los cuales no sobra ningún desafío más peligroso que el de ensuciar nuestras manitas con los pañales de nuestros bebés.
A cambio del sacrificio de sus vidas, nuestras heroicas defensoras no nos han exigido más que el derecho de hablar grosero en casa, de perforar unos manteles con colillas y, eventualmente, de dejar caer un par de medias en el medio de la sala para que nosotros los recojamos.
Traductor: Eddie Badilla Vindas
Texto original: https://olavodecarvalho.org/breve-historia-do-machismo/
*Faustão: presentador y radialista brasileño
**La Princesa de Cléves o Cléveris: novela francesa publicada anónimamente en 1678, considerada la primera novela psicológica.
Imagen: Hércules y Ónfale (1585), pintura de Bartholomeus Spranger,
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